Tomó sus armas sin prisa
-no era necesaria.
Ya vestida era la armadura.
Lenta, digna,
majestuosamente
encaminó su andar
hacia el campo de batalla.
Atrás, su dama
lo observaba en silencio,
con muda admiración...
y profunda tristeza.
Sabía bien que
nunca más con vida
habría de ver a su señor.
Su amado señor.
Mas nada podido habría
disuadirlo de cumplir con
su deber.
Aun él mismo sabía
que asistía a su
última batalla.
Ni una leve
sombra de temor
a su ánimo turbaba.
Fe y nada más
era lo que en
su corazón ardía.
Lîp y êre
de acuerdo marchaban.
Una sola y misma voluntad
encarnaban.
Frente a él,
tan sólo las espadas chocando
y los gritos de furia.
La sangre y el sudor
anegaban la tierra.
Las vidas
-con alma o sin ella-
colmaban cielos e infiernos.
Limbos atestados
de cobardes.
Paraísos pletóricos
de héroes.
Y he aquí
que con paso firme,
mirada flemática y
brazo decidido,
avanza el guerrero dispensando
la piadosa muerte
a su paso.
No hay en él
rastro alguno de furia.
Antes bien, su rostro
es de doliente piedad.
Huyen los impíos,
los infieles
-de bando indistinto-
ante su mera cercanía.
Su acero no perdona.
Ni distingue sino
honor y virtud.
Repentinamente
rodeado de enemigos
-aunque él no los tenga-
espera con paciencia
el inminente ataque.
Sin prisa
-no es necesaria.
A sus espaldas
:
el hórrido sonido
del ataque artero.
Mas el acero
veloz responde
eviscerando
al pusilánime.
Casi su tarea
concluye Cloto.
Átropos la orden
de Láquesis aguarda.
Un arco se tensa
-porta el mismo blasón
que su inmediata víctima.
Dos más
en ataque frontal
arremeten,
lanza y espada
por los suelos,
con la cabeza
y el pecho destrozado
de sus amos,
sin vida
se derrumban.
El pavor
entre su cerco cunde,
mas una abyecta saeta
producto del más deleznable
y protervo corazón
en el valiente costado
su destino halla.
El tiempo,
el aliento,
la savia misma
de la vida
a evaporarse comienzan.
Aun con la vista nublada,
dos armaduras más,
sin vida
despeñadas por el abismo son.
Mas ¡ay!
:
una lanza
el gallardo cuello
cruzar logra.
Las piernas sucumben,
mas aún un brazo
truncado es.
Láquesis la orden da
y, al unísono,
la mano de Átropos
y una maza
el inexorable hado sellan.
Y yo,
postrada en mis aposentos,
sobre mí misma
me desplomo.
Adiós,
adiós mi Señor.