lunes, 30 de mayo de 2011

Tomó sus armas sin prisa...


   Tomó sus armas sin prisa
-no era necesaria.
Ya vestida era la armadura.

   Lenta, digna,
majestuosamente
encaminó su andar
hacia el campo de batalla.

   Atrás, su dama
lo observaba en silencio,
con muda admiración...
y profunda tristeza.

   Sabía bien que
nunca más con vida
habría de ver a su señor.
Su amado señor.

   Mas nada podido habría
disuadirlo de cumplir con
su deber.

   Aun él mismo sabía
que asistía a su
última batalla.

   Ni una leve
sombra de temor
a su ánimo turbaba.

   Fe y nada más
era lo que en
su corazón ardía.

   Lîp y êre
de acuerdo marchaban.
Una sola y misma voluntad
encarnaban.

   Frente a él,
tan sólo las espadas chocando
y los gritos de furia.

   La sangre y el sudor
anegaban la tierra.

   Las vidas
-con alma o sin ella-
colmaban cielos e infiernos.

   Limbos atestados
de cobardes.

   Paraísos pletóricos
de héroes.

   Y he aquí
que con paso firme,
mirada flemática y
brazo decidido,
avanza el guerrero dispensando
la piadosa muerte
a su paso.

   No hay en él
rastro alguno de furia.
Antes bien, su rostro
es de doliente piedad.

   Huyen los impíos,
los infieles
-de bando indistinto-
ante su mera cercanía.

   Su acero no perdona.
Ni distingue sino
honor y virtud.

   Repentinamente
rodeado de enemigos
-aunque él no los tenga-
espera con paciencia
el inminente ataque.

   Sin prisa
-no es necesaria.

   A sus espaldas
:
el hórrido sonido
del ataque artero.
Mas el acero
veloz responde
eviscerando
al pusilánime.

Casi su tarea
concluye Cloto.
Átropos la orden
de Láquesis aguarda.

Un arco se tensa
-porta el mismo blasón
que su inmediata víctima.

   Dos más
en ataque frontal
arremeten,
lanza y espada
por los suelos,
con la cabeza
y el pecho destrozado
de sus amos,
sin vida
se derrumban.

   El pavor
entre su cerco cunde,
mas una abyecta saeta
producto del más deleznable
y protervo corazón
en el valiente costado
su destino halla.

   El tiempo,
el aliento,
la savia misma
de la vida
a evaporarse comienzan.

   Aun con la vista nublada,
dos armaduras más,
sin vida
despeñadas por el abismo son.

   Mas ¡ay!
:
una lanza
el gallardo cuello
cruzar logra.

   Las piernas sucumben,
mas aún un brazo
truncado es.

   Láquesis la orden da
y, al unísono,
la mano de Átropos
y una maza
el inexorable hado sellan.

   Y yo,
postrada en mis aposentos,
sobre mí misma
me desplomo.

   Adiós,
adiós mi Señor.